viernes

La precuela de Lucrecia

Mi cuadra es especial. En los últimos años cambie de casa como tres o cuatro veces o lo que tardan en vencerse los contratos de alquiler. En fin. Pero ninguna fue tan especial como ésta. Me crié en la cuadra de los enfermos psiquiátricos y mentales. Comí churros y helados de una fábrica escondida que sólo tenía a algunos niños como clientes fijos. Viví cerca de una plaza, ví desaparecer la calesita del barrio por una antena de -los primeros- celulares, y crecer un muro amarillo en la puerta de mi casa. Pero esta cuadra es mucho más extraña.

La rutina te permite afilar los sentidos y aprender de oído la melodía con la que baila el mundo, todo en el más profundo anonimato.
Viniendo del norte y apurando el paso a mitad de cuadra se puede escuchar, cuándo baja el sol, a un principiante acariciando notas en un saxo pequeño. Antes, el policía de la esquina se anunció desde la terraza, con su ladrido profundo. El tipo sabe que debe callar cuándo escucha el silbido cómplice de quién lo saluda.

Entre el saxo y el ladrido me esperaba siempre un minino digno de aquel Rancho. El pelo largo, sucio y desprolijo. Un hachazo le dividía la cara; mitad negra, mitad marrón. Ni el pulso del artista más perfecto hubiera podido repetir aquella simetría. A veces se disfrazaba de gárgola de jardín y esperaba inmóvil en lo más alto de la arcada, siempre dispuesto a acercarse a recibir la caricia correspondiente al día de la fecha. Aún con lluvia se estiraba para charlar un rato, bajo la luz de la luna. Pero un día no apareció y luego ese día se multiplicó por un poco más de un mes. Las últimas veces que habíamos compartido un rato con él tenía un maullido afónico y andaba cabizbajo, por lo que no tardamos en interpretar su ausencia como un descanso merecido.

Una tarde finalmente me crucé a la dueña de la casa. Una viejecita simpática con unos enormes lentes de aumento y una pequeña pero visible joroba. Arreglaba el jazmín de su patio cuándo decidí sacarme la duda sobre aquel gato. Después de mi presentación (no suelo hablar ni saludar a vecinos, no me lo permite mi religión) sólo me acuerdo de verla irse por la esquina del norte, con su bolsa de "hacer las compras". Me enteré que era gata y no gato, y me quedé masticando una idea. Nunca la ví tocar el suelo, cómo si fuera su juego para ella, estar siempre dentro de los límites de su baranda. Después de una tormenta fuerte apareció tirada en el piso de la vereda, con apenas unos golpecitos en el costado de su cara perfecta imperfecta. Así es que ya no hay gárgola que cuide aquel jardín, ni charlas en secreto a la luz de la luna.

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