jueves
El motivo que disparó las palabras I
Todo tiene un porqué. Todo parte de algo, por más mínimo que sea.
El sol todavía gozaba de buena salud cuando El niño lo esperaba en la esquina de la Penumbra. Todas las mañanas se acomodaba en un rinconcito y esperaba que el gigante desperezara sus grandes brazos de luz, bañándole la cara con una suave caricia.
La casa era cualquier lugar tranquilo y vacío. La escuela, el bar de la esquina cuando no estaba el gordo de bigotes. La familia era todo el que pasaba, lo mirara o no; lo ignorara o no; le salvara la vida o lo matara de hambre. El niño no esperaba nada de nadie y así estaba parejo con la sociedad.
Al mediodía tomaba la calle principal y corría entre los tipos apurados, de traje largo y
maletín. Les jugaba carreras imaginarias y se daba el lujo de festejarles las victorias en la cara, como si gritara una vez más el gol 200 de Palermo.
Cuando caía la tarde encaraba para el río, esquivando polis. Se sentaba de cara al sol y lo acompañaba los últimos minutos de su turno hasta que llegara el relevo. Con la luna no tenía mucha onda.
Las tripas gruñendo no eran la mejor banda sonora para encontrarse con ella. A diferencia del Sol, la Luna podía ver lo que pasaba antes de que ocurriera. Los pibes sabían que era medio bruja y no la querían, porque nunca les tiraba un centro. No les avisaba si a mitad de la noche los polis los venían a rajar, ni si en la gran M estaban tirando hamburguesas de más, escondidas entre tanta basura.



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